jueves. 10.10.2024

El caso de la piña prohibida

Era una noche lluviosa en la ciudad, de esas en las que el agua parece golpear con odio las ventanas sucias de los edificios antiguos. En mi despacho, el humo del cigarrillo formaba figuras caprichosas bajo la luz amarillenta de la lámpara. Allí me encontró la noche, revisando expedientes de casos abiertos y facturas de otros cerrados, cuando ella entró.

Alta, con una gabardina negra y un sombrero que ocultaba la mitad de su rostro. Sus ojos eran un misterio, pero en ellos se leía una urgencia que no podía ignorar.

—¿Eres el detective Cruz? —preguntó con una voz suave, casi hipnótica.

—Depende de quién pregunte —respondí, apagando el cigarro en el cenicero repleto—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Es sobre una piña… en Mercadona —dijo, y aunque su voz no cambió, su mirada se hizo más intensa.

Lo admito, no era el tipo de caso que esperaba. Estaba acostumbrado a investigar desapariciones, asesinatos y fraudes, no frutas tropicales en un supermercado de barrio. Pero algo en su tono me hizo seguirle el juego.

—¿Qué tiene de especial esa piña? —inquirí.

Ella dejó escapar un suspiro antes de hablar.

—Dicen que si pones una piña en el carrito de compras, es una señal… Un código que indica que estás buscando algo más que comida —susurró, como si temiera que las paredes tuvieran oídos.

Me quedé mirándola un instante. Había oído rumores sobre esas historias, chismes de pasillo que hablaban de ciertos “códigos” entre clientes de supermercados. Pero nunca les di demasiada importancia. Hasta ahora.

—¿Y qué es lo que estás buscando? —pregunté, con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

Ella se removió en su asiento, nerviosa.

—No soy yo… Es mi hermana. Ella… desapareció hace una semana. Lo único que sé es que la última vez que la vieron, llevaba una piña en su carrito en el Mercadona de la calle Mayor.

Eso cambió las cosas. Una desaparición era un tema serio, y si esa piña estaba relacionada, tenía que averiguarlo. La ciudad era un lugar oscuro, lleno de secretos, y Mercadona, con sus pasillos llenos de gente, podría ser el lugar perfecto para esconder algo a plena vista.

Decidí empezar la investigación al día siguiente. Fui al supermercado, observé a la gente, cómo interactuaban, qué compraban. Pronto noté que ciertos clientes intercambiaban miradas, pequeñas sonrisas, y en sus carritos, casi siempre había una piña.

Me acerqué al encargado del lugar, un tipo que parecía saber más de lo que mostraba.

—He oído que hay un “código” con las piñas —le dije, tratando de sonar casual.

Su expresión cambió, y por un momento pensé que iba a negar todo. Pero en vez de eso, me miró fijamente y dijo:

—No deberías meterte en cosas que no entiendes, detective.

Esa fue la primera señal de que estaba tocando un nervio sensible. El supermercado tenía su propia red de secretos, y la piña era solo la punta del iceberg. Seguí investigando, hablando con más clientes, siguiendo a algunos de ellos. Descubrí que las piñas no solo eran un símbolo de ligue, sino la entrada a un club exclusivo que operaba bajo la apariencia de un simple supermercado. En los pasillos de ultramarinos. Junto al bacalao congelado. Detrás del palé de leche desnatada y junto detrás de los champiñones en conserva.  En todas partes, veía sospechosos con una piña girada mirando con discreción a derecha y siniestra. Unos, tiernos adolescentes con cara de querer jugar. Otros, auténticos panolis que no seducirían a nadie ni aunque la piña fuera de oro. Y otros, auténticos profesionales, que portaban carros diferentes con piñas naturales en uno y en conserva en el otro.  Pero ni rastro de la hermana de mi cliente

¿Dónde se habría metido? Hay muchos Mercadonas en esta ciudad, pero en el fondo, un buen detective se niega a volver con las manos vacías.

El caso de la piña prohibida