jueves. 09.05.2024

Tonto el último

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Se pongan como se pongan los hiperconectados, tener teléfono se ha convertido en un suplicio, por decirlo suavemente...

 

Sobre todo esa línea ‘fija’ que unos por nostalgia, otros por edad, unos cuantos por pura necesidad –servidumbres ineludibles que determina la compañía de telefonía y su paquete de productos contratados- y otros sencillamente porque quieren, tenemos operativa en casa.

 

Hoy he entendido como nunca a aquel amigo que me dice que tenerla la tiene, pero que al otro lado del cable de teléfono, sencillamente, no hay aparato alguno. ¿Y si te llama alguien que no tiene tu número de móvil, o tu dirección de email, o ninguna otra forma de localizarte? (le pregunté). “ Entonces no es importante –me contestó-. Si ocurre algo muy grave o me busca alguien que realmente me importa, sabrán donde vivo”.

 

Y tiene más razón que un santo, mi amigo. Vivir sin teléfono fijo es, hoy por hoy, el primer paso hacia una especie de salud mental, de tranquilidad, de paz incluso familiar.

 

Porque, a ver, en el smartphone puedes ignorar la llamada, silenciarla, contestar o no según te venga en gana. ¿Pero la de tu domicilio? ¿ese timbrazo generalmente subidito de volumen?.

 

Eso perturba momentos y personas, te pone en evidencia (“¿quién era?” – te pregunta inmediatamente cualquiera que esté contigo en ese momento-. “Nada, que se habían equivocado...”-contestas tú para no dar explicaciones sobre si te intentaban hacer una encuesta, venderte una placa solar, reclamarte un descubierto o recordarte un plazo que vence.

 

Las llamadas inoportunas están al orden del día. Lo tenemos ya tan interiorizado que ni siquiera nos sorprenden las que (los que son mejor persona que yo creen que por aquello de la diferencia horaria de los call center), nos trastocan la sobremesa, la siesta o el momento de pasar el aspirador tranquilamente en la miserable media hora que tenemos para ese cometido...

 

¡Hasta hemos aprendido a no enfadarnos por esa intromisión, a decir que “no está en casa” cuando preguntan por ti o, sencillamente, a pasar del teléfono!

 

Lo que preocupa es que todo eso lo saben. No los teleoperadores y teleoperadoras, que al fin y al cabo son unos mandados...sus compañías (y aquí entran todas. Toooodas!!). Ahora te llaman entre las ocho de la mañana y las nueve o diez de la noche (bonito horario).

 

Empezar el día con tu banco ofreciéndote un nuevo servicio, a mi personalmente me pone de muuuy mal humor. “Oye, ¿En serio me llamas a esta hora para decirme cuánto me puedo ahorrar contratando...?” y al otro lado, antes de que pueda calentarme y envalentonarme con lo inoportuno de la oferta me contestan: “Señora ¡que son ya los ocho y cuarto de la mañana!”. Pues sí, gracias por recordarme que no me puedo levantar a la hora que a mi me de la gana o me vaya bien.

 

Si eso, el próximo día me llamáis a las cinco de la madrugada, que a lo mejor estoy en casa y os atiendo. Es una idea para los que diseñan los turnos de sus operadores. El día sólo tiene 24 horas. Tonto el último.

Tonto el último