El inicio del nuevo curso (profesional, político, educativo) me ha devuelto por momentos a mi etapa universitaria tras la incorporación de mi primogénito a la carrera de Periodismo en la mítica Complutense madrileña. Llevo días, semanas, desde primavera, en un constante déjà vu de recuerdos, sentimientos y cierta nostalgia por lo que viví y, por otro lado, de una gran alegría por comprobar que estudiar Ciencias de la Información sigue despertando entre los jóvenes la misma pasión que viví en primera persona.
Porque el periodismo, en todas y cada una de sus vertientes, las tradicionales y las actuales que nos han dispensado las nuevas tecnologías, sigue estando en primera línea, actuando de contrapeso. Ese llamado ‘cuarto poder’ como siempre se le ha conocido, por mucho que aparentemente esté denostado en los tiempos que corren. Una descalificación que no comparto en absoluto.
Durante estos últimos meses han sido varias las personas, tanto compañeros como profesionales o amigos de otros sectores, que me han contestado con sorpresa ante el anuncio de los estudios superiores elegidos por mi hijo. “¿Y le vas a dejar?”, me han preguntado medio en serio medio en broma ante mi total asombro. “Por supuesto”, ha sido mi respuesta. Por dos razones contundentes: jamás les diré ni se me pasaría por la cabeza qué deben estudiar mis hijos -mi hermano y yo tuvimos total libertad de elección hace tres décadas y ninguno siguió el camino ‘más seguro’ trazado por mi padre- y, en segundo lugar, porque mi experiencia ha sido positiva a lo largo de mi ya extensa trayectoria profesional. Con mejores y peores momentos, progresando y levantándome de alguna caída, pero siempre trabajando con esfuerzo en esto que me apasiona y con la ambición intacta con la que salí de la facultad.
Y no tengo queja. Sigo defendiendo a ultranza la información libre, contrastada, fiable y lo más objetiva posible. Sí “lo más posible”, ya que durante los cinco años de carrera ya nos quedó meridianamente claro a todos los compañeros de curso que la objetividad total es imposible puesto que además de periodistas somos personas, con nuestros pensamientos y vivencias, y los medios, gabinetes o administraciones para las que trabajamos también tienen sus propios intereses. Negar esto es ser demasiado idealista/iluso.
He apostado y apuesto por una información en libertad, como siempre he entendido desde que tengo uso de razón, y como siempre he ejercido en mis diferentes etapas profesionales, comprendiendo en cada momento en qué lugar me encontraba y adaptándome a sus particularidades y objetivos. Pero sin presión ninguna, sin sentirme obligado a publicar o escribir nada con lo que no estuviera de acuerdo ni, por descontado, falso o malintencionado.
Por eso me produce tanta ¿incredulidad? cuando leo ahora los intentos o deseos de “controlar”, “intervenir”, “vigilar” en aras de la transparencia o si un ‘ente superior’ debe decidir qué medios son los buenos y merecedores de la credibilidad y el respeto, y cuáles no. Creo, con total sinceridad, que nuestra democracia es lo suficientemente madura y tenemos mecanismos que ya regulan el sector para desterrar las malas prácticas (que las hay, tampoco hay duda, como siempre las hubo).
Tanto familiarmente, desde que hubo interés en casa por adentrarse en este amplio y atractivo mundo de la Comunicación, como a las nuevas generaciones de periodistas que me cruzo o cuando he tenido oportunidad de dar una charla ante universitarios, mi principal consejo a los jóvenes ha sido el mismo: buscar las noticias a través de fuentes fiables, contrastadas y sin intereses ocultos. Con paciencia. Igualmente, informaros por medios acreditados, con bagaje, reconocibles y, a ser posible, a través de periodistas con rostro que puedan responder ante sus propias informaciones.
El siglo XXI nos ha traído una auténtica revolución. Creímos que Internet fue como el invento de la imprenta en su momento, el no va más, pero las nuevas tecnologías y las redes sociales han supuesto el verdadero revolcón mediático, la entrada en una nueva era donde la información se acumula, se solapa, vuela a la velocidad de la luz y, si te paras un minuto a sopesarla, a contrastarla, a indagar, parece que pierdes el tren y que te quedas fuera de juego. Mi apuesta es y será, ahora más que nunca, perder varios trenes si con ello puedo ofrecer, transmitir o recibir las noticias con total rigor y la mayor fiabilidad posibles.