viernes. 29.03.2024

El gran dilema

El descenso con el que los mercados han recibido la fragmentación del voto resultante de los comicios celebrados este domingo podría ser una medición objetiva de la gobernabilidad de España, si no fuera una tendencia que se repite desde la existencia del Ibex 35.

 

El día tras las elecciones siempre arranca con pérdidas, porque las previsiones no se cumplen nunca, pero después de la Navidad y si no se despeja la neblina con la que hoy amanece nuestro horizonte institucional, los nervios se pueden apoderar de los inversores, con la consiguiente deslocalización, ralentización del crecimiento y encarecimiento del coste de financiación de la deuda. Esto, si no persistiera la izquierda radical en su intención de reestructurarla, que sería la debacle.

 

No cabe duda de que el dinero es temeroso y un escenario incierto, en consecuencia, es el peor decorado para la floreciente economía de un Estado, que comienza a despuntar.

 

Sería precipitado sacar conclusiones, cuando las variables son tantas como los riesgos que se ciernen sobre nuestro futuro inmediato, pero el rompecabezas es de tan difícil factura que nadie confía en un buen pacto, sino en el menos malo de los acuerdos.

 

Es imposible analizar los más de veinticinco millones de motivos por los que la sociedad ha respaldado una opción política frente a otras, pero lo que algunos interpretan como el fin del bipartidismo, aunque subsistirá el de una mayoría que gobierna frente a otra que aspira a hacerlo, es en realidad un castigo a la falta de soluciones y de sensibilidad por parte de todas las  fuerzas que nacieron antes de la crisis.

 

No sólo PP, PSOE, UPyD o UP-IU han experimentado retrocesos importantes, sino que los partidos nacionalistas también han sufrido desgaste en sus feudos y han cedido espacio incluso en las nacionalidades históricas.

 

La ley de Pareto (en la que el 80% del mandato ciudadano recae sobre el 20% de los partidos) ha cumplido su undécimo periodo en la cámara alta, sin la que será imposible afrontar cualquier reforma constitucional; pero ha saltado en pedazos en el Congreso de los Diputados, aunque el Partido Popular mantiene la capacidad numérica para bloquear cualquier modificación de las reglas del juego por parte de la izquierda, que no cuente con su  consenso.

 

Este galimatías dista mucho de ser el mejor caldo de cultivo para la recuperación económica y la definición de un nuevo modelo de Estado, ya que es mejor un gobierno nítido de cualquier signo que una espada de Damocles colgando toda la legislatura.

 

Sin una combinación matemática razonable y descartado un gobierno constitucionalista, por la poca abnegación de la clase dirigente y la presión de los estrategas, hay pocas opciones que parezcan estables y satisfactorias en un momento tan delicado de nuestra historia.

 

Con un Parlamento tan fragmentado como el de Italia, aquí es casi inconcebible la elección de un tecnócrata al que apoye la mayoría social y que canalice la transición del proceso, casi tanto como una gran coalición alemana. 

 

Tampoco fue un éxito para la península transalpina la elección de un independiente con el que sortear la marejada en la que estuvieron inmersos y aunque la Constitución Española no exige que el candidato propuesto por el Rey sea diputado, ni siquiera afiliado a un partido con representación parlamentaria, es más factible la abstención del PSOE en una investidura Popular, antes de convocar elecciones anticipadas, que fiar su destino a un tercero que les impida ser la alternativa.

 

Tras la constitución de las Cortes, el próximo 13 de enero, podríamos tener gobierno en funciones hasta pasada Semana Santa, si la previsible iniciativa conservadora no encuentra encaje parlamentario.

 

En ese plazo, debería Sánchez Castejón recibir el encargo de componer otro ejecutivo, viéndose forzado a optar por la renuncia a principios que significarían su extinción política, si acepta los que le exigirían sus potenciales aliados, o condenarse a ser rebasado por la izquierda si fracasa en la alianza multilateral y tenemos nuevos comicios en abril o mayo.

 

La encrucijada en la que se encontraría Ferraz dista mucho de ser el paradigma del espíritu de consenso que todos promueven, razón por la que algunos aplauden el actual mosaico en que se ha convertido el Congreso, porque no es lo mismo encontrar apoyos estables o puntuales, que unir programas aparentemente dispares.

 

Lo que ahora se cocina es un encaje de bolillos, donde no solo se dirime un pacto de gobernabilidad sino que está en juego el actual sistema de representación democrática a través de las formaciones que han protagonizado la vida pública desde hace más de treinta años.  

El gran dilema