Mientras tanto, en las sombras, un lobo astuto merodeaba: Plataformas de alquiler de pisos. Con sus ofertas de pisos y apartamentos a precios más bajos, empezó a captar a aquellos viajeros que buscaban una opción más económica, sin sacrificar comodidad ni espacio.
Año tras año, los hoteles aumentaban sus tarifas, seguros de que su reputación y sus servicios mantendrían la demanda. Sin embargo, cada subida de precio empujaba a más personas hacia la alternativa del lobo: alquileres turísticos que ofrecían la flexibilidad de una casa entera, la posibilidad de cocinar, y la sensación de estar en un hogar lejos de casa. Familias que antes necesitaban reservar dos o tres habitaciones ahora podían alojarse todas juntas en un piso; grupos de amigos podían disfrutar de espacios comunes y zonas céntricas o junto a la playa o montaña, a precios mucho más accesibles. El lobo crecía alimentado por la insaciable codicia del cordero.
Pero el juego no era limpio. Mientras los hoteles seguían un estricto reglamento de licencias, controles sanitarios y pagos de impuestos, el lobo acechaba libremente, sin las mismas exigencias. Muchos pisos operaban sin licencias, evadiendo responsabilidades y generando una competencia desleal. El cordero se veía atrapado en una red de regulaciones que limitaban sus movimientos, mientras el lobo corría sin freno por los campos del mercado, ganando cada vez más terreno.
Y en medio de esta batalla desigual, los pastores—los legisladores y autoridades—miraban desde sus despachos en el Congreso, el Senado, el Parlamento, el Consell, el Cabildo o el ayuntamiento. Conocían el conflicto, lo veían crecer, pero no hacían más que intentar parches temporales que no solucionaban nada. Algunos querían intervenir, pero la burocracia, la falta de consenso y, a veces, la incompetencia, hacían que cualquier intento de regulación efectiva se convirtiera en un laberinto sin salida. Otros, simplemente, preferían mirar hacia otro lado, evitando tomar partido por miedo a descontentar a unos u otros por el miedo a perder el voto.
Mientras tanto, la brecha se hacía cada vez mayor. Los hoteles, atrapados en la maraña de licencias y normativas, se veían obligados a seguir subiendo precios para mantener sus márgenes, lo que solo reforzaba la migración hacia los alquileres turísticos. Y el lobo, ágil y sin las mismas cargas, seguía creciendo, ofreciendo opciones cada vez más variadas y atractivas para los viajeros que huían de los elevados costos hoteleros.
En los barrios de la ciudad, la tensión se palpaba por la masificación. Zonas residenciales se convertían en paraísos para el turismo de corta estancia, donde vecinos de toda la vida veían cómo sus calles cambiaban de rostro, llenas de maletas con ruedas y portales que nunca cerraban. Y mientras los debates se alargaban en despachos llenos de papeles, los intereses de las grandes plataformas y los grupos hoteleros chocaban sin que nadie lograra poner orden en la jungla que había surgido.
El pastor, desde su atalaya de poder, sabía que tanto el cordero como el lobo necesitaban reglas justas para competir. Pero entre promesas rotas y soluciones a medias, la balanza seguía inclinándose hacia el lado de quien menos reglas cumplía. El cordero, cargado de responsabilidades, seguía luchando por mantenerse relevante, mientras el lobo crecía fuerte y libre en un terreno donde las normas no se aplicaban igual para todos.
Así, la batalla continúa, marcada por la falta de acción efectiva. Las familias y los grupos de amigos, sin importar la legalidad, siguen optando por el lobo, mientras los hoteles tratan de sobrevivir en un juego donde cada vez tienen menos ventaja. Y en el fondo de todo, el problema persiste: un pastor que no logra, o no quiere, poner orden en un rebaño que corre cada vez más descontrolado.